Se acaba el año 2024, un año en el que he leído más que he escrito, todo sea dicho. Desde que soy padre es la primera vez que consigo leer tres libros y cuarto en un año natural. El cuarto de libro no es que haya ido a una carnicería americana y haya masculinizado sus extrañas medidas para pesar hamburguesas, si no que empecé uno que me pareció tan malo que no pude evitar abandonarlo a su suerte. Que se buscara la vida en el trastero. Esa novela la escribo yo, sin contactos en la industria, y me tiran a mí y al libro por un barranco cuesta abajo atado a una cabra montesa puesta de speed. Pero no hablemos de lo malo, si no de lo bueno: he leído. Problema: que no he escrito. Tengo el blog más abandonado que el desodorante de una mofeta. Así estamos, que ya ni metaforillas chistosas sé hacer.
El caso es que me gusta escribir por Navidad. El espíritu navideño me invade y siento la necesidad de aprovechar los ratitos que me dejan las vacaciones para deciros unas palabras y felicitaros el año nuevo. Suelo tener vacaciones en Navidad, pero hoy en día consisten en ir a comprar la comida y comer en familia. Y así sucesivamente. Comprar, comer, comprar, comer. Correr a buscar regalos a última hora y hacer cola es otro de mis deportes favoritos en estas entrañables vacaciones. Pero estuve un fin de semana en Port Aventura un par de semanas antes de Navidad. Hacer cola ya forma parte de mi hábito natural. ¿Existe gente que disfrute esperando en una fila de personas? Esa gente gozaría un fin de semana en un parque temático.
Total, que me enrollo, para un día que escribo me vengo arriba. La pregunta del post de hoy es muy pertinente en estos días venideros. Nunca sé hasta qué día hay que felicitar el año nuevo ni tampoco desde cuando. Hay gente que cuando se va de vacaciones del trabajo te felicita el año nuevo, pero claro, si te vas el día 15 puede considerarse recochineo, ¿no? «Eh, venga, hasta el año que viene, feliz año nuevo» «¿Qué dice este si estamos en septiembre?» «Ya, pero nació su hija ayer». Claro, pillas el permiso de paternidad en septiembre y ya empiezas a felicitar el año a la gente. Y la gente te odia. Te odia porque no sabe que hasta dentro de siete años no volverás a dormir una noche del tirón, pero te odia al fin y al cabo.
Otros se tiran felicitando el año nuevo durante semanas si no te ven. La regla no escrita es un poco así: si después de fin de año no te veo en las próximas dos semanas, te felicito el año nuevo. «Eh, que no nos hemos visto». ¿Pero y si es gente que no conoces? ¿También le felicitas el año el primer día que las ves? Estás en plena Semana Santa y te presentan a amigos de tus amigos y les dices: «Ey, qué tal, encantado, feliz año eh, que no nos habíamos visto este año» «Bueno, no nos habíamos visto. A secas. No te conocía y preferiría rebobinar este momento de mi vida». Es que llega un momento en que puedes terminar empalmando el felicitar el año nuevo 2025 con el 2026 si llegas a agosto sin ver a una persona, le felicitas el año nuevo y a la vez por si no lo vuelves a ver hasta el año que viene, le felicitas el 2026. Así se saluda la gente que se hacen colegas en el camping del verano, imagino.
En definitiva, no tengo claro hasta que día os tengo que felicitar el año nuevo. Por si acaso, hoy, os felicito a todos la Navidad, aunque ya haya pasado; cuidado con los turrones Chuck Norris y con los cuñados que os digan que el año que viene no se puede felicitar fácilmente porque viene con premio. Aunque hoy en día los jóvenes dicen PEC: «¡Feliz 2025!» «¡PEC!» Y los pobres boomers y millenials ya no entendemos la mitad. En definitiva: ¡Que tengáis muy muy muy feliz 2025!
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La ansiedad es muy mala compañera de viaje. Es como si un equilibrista tuviera todo el rato a un loro colgado en el hombro que le estuviera diciendo: «Te vas a caer, GRROUAAK, ¡que te caes!». Que le da un plus de dificultad, pero tampoco es plan. La ansiedad no sirve para nada, solo sirve para estar preparado para el momento en el que pase algo malo tu propia mente te pueda decir: «¿Ves? Te lo dije.» Y mientras tanto no has disfrutado nada de lo bueno por el puto loro que no para de garrir. Yo no sé mucho de psicología, más bien nada; pero sí puedo decir lo que me sirve a mí para esquivar al pesado del pajarraco: tratar de evitar todo aquello que le dé de comer. Igual que cuando una llama roza tu mano, la apartas enseguida; lo mismo deberíamos hacer cuando aparece Ferreras o Vallés. ¡Ojo, que queman! Viven de generarte ansiedad. ¿Sabéis quien vive de eso también? Lo habéis adivinado si os habéis fijado en el título: los seguros privados. Y más concretamente, para el caso de hoy: las mutuas.
Hay un interés muy claro y evidente, desde hace años además, de destruir la sanidad pública. En varias comunidades autónomas, entre ellas la que vivo, se han ido denigrando poco a poco los servicios públicos para aprovecharse de nuestros miedos – o de ansiedades ya no imaginarias, sino bien palpables – por nuestros problemas de salud para que lleguemos a la conclusión lógica de que necesitamos una mutua. Es como si un vendedor de antídotos se paseara con una víbora lanzándosela a la gente para luego venderles a precio de oro el antídoto para el veneno.
El empuje hacia el individualismo y al sálvese quien pueda lleva a esa conclusión: ya que me lo puedo pagar, contrato la mutua y al menos estoy tranquilo. Hasta que te pasa algo grave, que entonces te mandan a la pública. Que no les sales a cuenta. Que a quien se le ocurre ponerse malo. Como todos los seguros, vamos. Los seguros en general funcionan perfectamente mientras vas pagando, excepto cuando los necesitas; que entonces no te entra en la póliza. Oooh. Qué pena. No miraste la letra pequeña. «Pero si aquí pone que las lesiones de rodilla entran». «Sí, pero no entran si te las has hecho jugando al pádel, José Manuel, que no tienes edad ya para tantos trotes» «Pero entra en rodillas, ¿no?» «No, las lesiones de pádel tienen un subapartado separado y usted no lo contrató». Y así todo.
Yo tuve mutua una época. Me la decidió pagar la empresa donde trabajaba como extra y como no tenía que pagarla yo de mi bolsillo, pues estaba bien. Es el producto ideal para un hipocondríaco. Un lunar sospechoso, a pedir hora. Un dolorcito en el hombro, de visiteo. Mejor que mirar Google y ver tu vida pasar por delante como una película de arte y ensayo. Por lo aburrida y falta de emociones fuertes, digo. Luego al cambiar de empresa, aunque me mejoraban las condiciones, el plus de mutua no existía. Con lo cual perdí acceso al seguro privado. En casa lo hablamos y tras una recomendación de amigos decidimos ir a una de estas empresas a que nos explicaran las pólizas y en cómo iban a mercadear con nuestras posibilidades de supervivencia en este mundo.
Nos sentamos allí a hablar con el comercial, muy afable y dicharachero y nos empieza a explicar las distintas modalidades que podemos contratar. Entonces nos explicó que había la mutua normal y luego la plus. Esto es una dramatización, no sé si se llamaba la normal y la plus o la «pobres con 4 cosas» y la «pobres con más cosas». El caso es que nos quería vender la plus. Porque era más cara y era más guay. Y porque se llevaría más comisión, por supuesto; pero él nos quería vender la que mejor cuidara de nuestra salud y nuestros churumbeles. La gracia que tenía sobre todo esa póliza era que aunque tenía copago, entraban los mejores médicos del mundo mundial. Los médicos top. Los médicos chachipiruli guay del paraguay que te tocan y te curan. Unos cracks. Pagando, pero pagas menos. Que vamos, que son médicos que tratan a personalidades del fútbol, del deporte y la farándula, pero te harán un hueco a ti que pagas la plus. Y te tratarán super bien, porque pagas la plus. Y te harán una reverencia al entrar, porque pagas la plus.
Lo mejor no estaba ahí, no estaba en el engaño de hacerte creer que los mejores médicos – que en realidad están en la pública – te van a tratar como si fueses una personalidad de la jet set de este país; lo mejor era decirte que si ibas con la mutua pobre, te iban a mirar por encima. Tal cual. Mis ojos se quedaron como una vajilla entera de platos, haciendo pop en mi cara, me salían más ojos de los poros de la piel y todo. Me dice el tío, con todo el papo, que si voy con la mutua normal el médico como cobra menos, porque la comisión que se llevan es muy pequeña por cada visita, pues que te mira por encima y escribe la receta con más desgana de la normal. Que llevas la receta a la farmacia y cuando la descifran pone: «¡Pasti sorpresa!».
Entonces, yo, con mi cara llena de ojos plato gigantes, mirando lo que me iba a costar de extra al mes la mutua de los cojoncios porque encima mi hija tenía pocos meses y tendríamos que pagar de más porque «ya se sabe, los niños a esas edades van mucho al médico» (Aquí va un exabrupto pero está censurado por la policía de las buenas prácticas en la escritura). La broma iba a salir por más de 200 euros al mes la familia entera, lo que corresponde a unos 2400 euros al año de médicos que ya tengo cubiertos en realidad con eso que se llama nómina mensual de la que sale bastante más que eso para sanidad. 2400 euros al año para que te miren por encima. Porque no es la plus. Que se lleva poca comisión. Y claro, si a ti te duele, a ese de ahí le duele más, que paga la plus.
Como podéis comprender, salí de aquella sucursal del mal ojiplático, nunca mejor dicho, y me guardé el dinero para otros menesteres; o si se diese el caso, para pagar la consulta privada en caso de extrema necesidad. Total, si te pasa algo chungo de verdad, te van a desviar a la pública. Que no entra en la póliza, ni siquiera en la «pus». Y lo que deberíamos hacer, en vez de abrazarnos al individualismo y al sálvese quien pueda, es defender con uñas y dientes la inversión y mejora de la sanidad pública. Que pongan recursos, que pongan médicos, que les paguen bien, que les pongan horarios decentes para que puedan dar el servicio adecuado, que pongan medios, máquinas, dispositivos y dejen ya de mercantilizar con la salud. Que todos deberíamos ser plus.
P.D: Aprovecho desde aquí para felicitar al CAP que me queda más cerca de casa, que usando la aplicación de la sanidad pública, les escribes por cualquier cosa que le pasa a la niña y en pocos minutos te llama alguien para darte hora. Mi experiencia con pediatría en la pública en los últimos tiempos no puede ser mejor. Y sé que no en todos los sitios es así y ojalá lo sea más a menudo. ¡Viva la sanidad pública!
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Me gusta el olor a nueva sección por la mañana. Una sección donde hablar de los mejores inventos de la historia, una sección donde poder explayarme con los cinco sentidos en una carta de amor hecha post a aquellos aparatos que hacen nuestra vida – o la mía, más concretamente – más feliz. Y tiene bemoles, que a estas alturas, casi recién cumplidos los 40, descubra en toda su extensión el mejor electrodoméstico que se haya podido inventar – hasta que alguien descubra como hacer un robot capaz de planchar, doblar y ordenar la ropa automáticamente en el armario -: el lavavajillas.
Nunca había tenido lavavajillas en casa. Mi madre considera que tarda más tiempo poniendo y quitando los platos de dentro del electrodoméstico que lo que tarda en fregar – podría ir a un concurso de fregar platos e igual ganaba, muchas navidades de experiencia – y mi padre es de la vieja escuela y le dices que friegue los platos e igual te los tira al suelo y les pasa el mocho. Luego al emanciparme, hasta hace relativamente poco vivía de alquiler y comprar cualquier cosa para el piso en mi mente solo rebotaba un pensamiento: «Ojo, en el futuuuuro habrá una mudaaaanza» – con eco de ultratumba. ¿Y quién no le teme a una mudanza? Cuando se acerca una los teléfonos de todos tus amigos dejan de funcionar, imaginad el drama. No puedes quedar con nadie, te quedas solo.
Además, en casa como mucho éramos dos. Nunca solía haber demasiados platos para recoger. Solo en el caso en el que te pusieras en plan másterchef e hicieras una cena romántica de picoteo para dos a la que en realidad podías invitar a todo el edificio y sobraba. Entonces sí, igual el tiempo dedicado a fregar era demasiado extenso. Pero sino, tampoco pasaba de los diez minutos que durase un vídeo estándar de Youtube o un trocito de podcast o la mitad de un audio de esa amiga tuya del Whatsapp que no sabe sintetizar.
Pero, ah, llegó la niña. Y con ella los platos elaborados, los biberones, los cubiertos extra, los vasos que ensucia o rompe, más platos, más vasos, más cosas. Que dices, somos 3, dos y un moco y no sabes de donde salen tantos cubiertos. Y entonces haces los cumpleaños con toda la familia, y las navidades se celebran en tu casa y te planteas por un segundo, o incluso dos, lo de comprar una vajilla completa en la teletienda en un arrebato consumista. «Sí, mira, esa viene con cubiertos de pescado» Y la compras, porque da igual que el cubierto de pescado no lo vayas a usar jamás porque no sabes como se usa. Necesitas todo eso, no te da y la montaña del fregado va subiendo y se transforma y te habla de usted. «Oiga, friégueme, que se me pegan las cerámicas al sobaquillo». Y no te da la vida. Y te vas a Electrodomésticos Cipote que lo puso así por sus hijos Cibrán, Poncio y Teresa y no le dio tres vueltas al tema; y te compras el primer lavavajillas que encuentras, porque cualquiera te vale, solo quieres descansar.
Y descansas. Qué gozada. No va la máquina y le pones todos los platos así colocaditos uno delante del otro, y sus cubiertos y sus vasos y su canesú, y no va y lo limpia todo. Hasta lo deja brillante. Descubres que existen cosas como el abrillantador y las sales. También descubres que baratas no son las pastillitas de jabón que tienen de todo y hasta parecen chucherías. De verdad hay que hacer algo con los productos de limpieza que parecen alimentos. Que un día casi le doy a mi hija el gel de baño y me ducho con un Dan’Up. Total, que se abre un mundo nuevo ante ti donde no existen los podcasts ni los audios interminables. Ahora puedes recoger todos los platos y sentarte a esperar. Ojalá exista el paraíso para que pongan a quien inventó este electrodoméstico y lo tengan allí todo el día con su pai pai y su hamaca dándole horchata fresca todo el día. Se hacen demasiadas estatuas a militares y políticos y muy pocas a inventores de utensilios cotidianos, de verdad.
Pero hay que tener en cuenta una cosa. No se puede meter todo en el lavavajillas. Es mágico, pero hasta cierto punto. Que yo los primeros días lo quería meter todo. Sartenes, cafetera, tazas personalizadas… Y bueno. He tenido que renovar algunos utensilios de cocina. Huelga decir que lo necesitaban, pero bueno, la pobre cafetera no parecía ni ella. Si hubiera tenido ojos me habría mirado con cara de «tú eres imbécil o qué te pasa», pero como no podía hablar ni hacer gestos se fue a la basura y arreando.
Y por otro lado tengo una taza que me regalaron mis amigos cuando cumplí los 30, o sea ya tiene diez años (pausa para llorar), que contiene un estampado con una foto que nos hicimos todos juntos tras la consecución del Mundial de fútbol masculino de 2010. El tema es que la he tenido que dejar de meter en el lavavajillas porque la foto ya empieza a parecer que Marty McFly ha viajado a Fuentealbilla en el 1984 y se está ligando a la madre de Iniesta. Así que las tazas personalizadas con fotos tampoco son recomendables de meter en el lavavajillas. Porque le tengo cariño a la taza, que si no ya se podía quedar blanca que no la friego yo a mano ni que cambie el palmarés entero del Barça de los últimos cincuenta años.
Pero a pesar de sus cosillas, de verdad, qué maravilla. Si no tenéis, comprad uno. Si no tenéis hueco, colgadlo del techo. Lo que sea, yo ya no sabría vivir sin él. Bueno, sabría, pero estaría más triste, no cabe duda. Qué inventazo, señoras y señores, el lavavajillas. Ay.
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Corre el año 2075 después de Cristo. Estamos en la ciudad-estado independiente llamada Wigo. Una antigua ciudad gallega cuyo nombre original no recuerda nadie. El alcalde más navideño de la historia consiguió acceder a los mejores tecnomédicos del planeta y se convirtió en un cyborg-alcalde-presidente-rey de Wigo y pasó a llamarse Letssee Gentleman. Desde entonces, la ciudad se ha convertido en un estado autoritario en el que es Navidad los 365 días del año. Las 24 horas del día. Los 60 minutos de la hora.
Moha Fernández trabaja en las afueras de Wigo, en una de las muchas plantas solares que fabricaron de 2060 a 2068 para poder mantener las luces de Navidad encendidas todo el año. Una de las cosas buenas que ha traído el cambio climático es que en Wigo ya no llueve tanto como antaño y hace solecito una gran parte del año. Con lo cual, el encendido navideño puede alumbrar la ciudad y parte de la provincia sin ningún tipo de problema de suministro. La parte negativa es que el paisaje ya no es tan verde, pero nadie se acuerda – o tiene prohibido acordarse – de que hubo otra época en el que el color verde podía no ser de neón.
Moha vive en un bloque de viviendas de veinte plantas. Vive pagando un precio de alquiler desorbitado por apenas treinta metros cuadrados en uno de esos edificios que crearon en 2058 para todos aquellos ciudadanos de la antigua Wigo que fueron expropiados para poder construir la atracción del trineo de Papá Noel más grande del mundo. Los raíles de las vías del trineo pasaban constantemente por dentro de las casas de los sufridos wigueses que protestaron airadamente en las grandes revueltas del 2057. El alcalde, ya cyborg y en proceso de ser dictador, resolvió el problema prometiendo nuevas viviendas para todos. El resultado fue que los ciudadanos como Moha quedaron hacinados en un edificio enorme, rodeados de múltiples vecinos justo delante de la noria más grande del mundo escuchando villancicos a todas horas. Pero debían sonreír, pues es Navidad. Es Navidad siempre.
Otros tenían un poco más de suerte, Moha tenía algunos amigos a los que les habían colocado chimeneas forzadas en sus edificios. No en el suyo, al menos tuvieron la decencia de no utilizar diez de los treinta metros cuadrados para colocar una chimenea. Pero otros que no se vieron afectados por la mega atracción del trineo, se vieron obligados a tener un fuego a tierra para que Papá Noel pudiera descender cuando quisiera. En realidad, Papá Noel era un agente de la policía navideña, un nuevo cuerpo policial creado por el alcalde en 2055, que accedía a los domicilios para comprobar que estaban bien decorados, con su belén, su árbol, su espumillón y sus luces encendidas. Los turistas podían acceder siempre que quisieran a cualquier casa de un auténtico wigués, para poder observar la Navidad desde dentro, así que tenían que tenerlo todo en orden. No hay lugar para la oscuridad en Wigo. Todo es luminoso. Todo es feliz. Todo es Navidad.
Moha tiene que salir de casa para irse a trabajar. Se pone su abrigo de plumas, pues en la calle hace mucho frío. Estamos a 5 de Julio de 2075, pero hace frío. No es que el cambio climático se haya revertido; es más, en el país vecino que rodea Wigo – España – hay temperaturas récord de 55 grados. Sin embargo en Wigo están en su propio clima y en la calle hay 2 grados de temperatura. Porque es Navidad. Y tiene que hacer frío. Así que tienen implantados por todas las calles aires acondicionados potentísimos que mantienen la temperatura ambiente a unos antinaturales 2 grados. Hay nieve y hielo artificial por doquier. Muchos wigueses trabajan también en las fábricas de nieve de las afueras. El que no trabaja en alguna planta solar, lo hace en la fábrica de nieve. Por trabajo no será, que hay que gastar. Que es Navidad.
Moha tiene frío. Está cansado de tener frío. Está cansado de llevar ese estúpido gorro navideño a todas horas. Todos los ciudadanos lo llevan. Es obligatorio. Todo para que los turistas estén felices. Es la única ciudad del mundo donde siempre es Navidad. Todo el mundo puede vivir la experiencia navideña en cualquier momento del año. Por eso Moha no puede ni plantearse mudarse de su edificio guetto. Los precios de los pisos en el centro de la ciudad están a precios fuera de este mundo. Los pisos se alquilan para una semana por el mismo dinero de un sueldo de tres meses de un wigués medio. Moha se hunde en estos pensamientos mientras va camino al trabajo, pero debe mantener su pose sonriente pues es Navidad.
Moha puede irse. Al menos esta vez, pero la policía navideña es implacable y está literalmente en todos lados. Está prohibido ser infeliz. Está prohibido no tener espíritu navideño. Las marcas dependen de ello. La ciudad depende de que todo esté impecable. El dinero fluye constante por el continuo ajetreo de turistas deseosos de Navidad, pero no para todos por igual. Moha ve una ínfima parte a pesar de ser un peón importantísimo en el flujo de electricidad de la ciudad.
En un descuido, mientras va pensando en sus cosas y en el encontronazo con el agente, Moha se choca sin querer con Baltasar. Baltasar, Baltasar. El auténtico e inimitable Rey Mago de Wigo. Lleva los últimos 20 años siendo el rey negro sin tener él ese color de piel. Se está decolorando un poco. Cada día ha de pintarse el cuerpo entero para mantener el personaje impóluto. Y cuando digo entero, entero. Hasta se sometió a una operación de alargBueno, no es necesario entrar en más detalles. Se pinta entero. Ha llegado a tal nivel que la pintura ha hecho estragos en su piel y cada día, cuando llega a casa y se ducha, sus alaridos de dolor se oyen ligeramente entre las pausas de «El Tamborilero» que suena en la noria.
Pero a Baltasar no le gusta su respuesta y le empuja. Acto seguido aparece un agente navideño poniendo orden con la sonrisa en la boca. Les manda callar y los detiene, pero Baltasar no está conforme. Quiere una compensación por la afrenta. Los turistas parecen acercarse y el policía empieza a ponerese nervioso. Moha no sabe qué hacer, pero sin duda es la pieza más desechable del trío. Baltasar lleva siendo rey 20 años y no pueden castigarle así como así. El policía sabe que Baltasar es casi intocable, hasta que no consigan un clon decente va a seguir siendo rey. No quieren convertirlo en cyborg como el alcalde porque nadie lo soporta, pero necesitan mantener el paripé el máximo de tiempo posible.
El problema es que los turistas se están arremolinando a observar esa actuación inesperada entre un obrero, un agente navideño y ni más ni menos que el Rey Baltasar. Las expectativas son altas y el agente sabe que no puede detener a un ciudadano delante de turistas pues podrían grabarlo y reventar la Navidad. ¿Qué pueden hacer? Moha empieza a chasquear los dedos y mover los brazos de lado a lado y canta.
Y bailan y sonríen agarrados de los hombros, levantando sus pies al aire con arte y gracejo y espíritu navideño. Los turistas aplauden, todos sonríen. Es Navidad. Es la Navidad eterna. Moha sonríe. El agente sonríe. Baltasar sonríe. No saben por cuanto tiempo. Pero por ahora, han salvado la Navidad.
P.D: Hacía tiempo que no escribía, pero tenía muchas ganas de traeros este relato distópico navideño para celebrar estas fiestas. Siempre me gusta felicitaros la Navidad y este año también ha sido así. Espero que estéis pasando unas muy felices fiestas, manteniendo la llama del espíritu navideño, ¡y que tengáis un muy muy muy feliz 2023!
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Los anglosajones, otra cosa no, pero capacidad para crear acrónimos de problemas modernos tienen una barbaridad. No gusta mucho inventar palabras nuevas, así que se elige una frase que defina un problema y se junta en una sola. Este es el caso del FOMO, que viene del inglés «Fear of missing out». Traducido al español: ser un agonías. Si tuviéramos gracia e influencia en internet, en vez de ir diciendo FOMO por ahí para sentirnos integrados en Reddit, diríamos «SEA». Es que tienes «SEA». El caso es que se ha quedado la definición anglosajona y «fear of missing out», para los que no dominen el inglés, viene a decir algo así como el miedo a perdérselo. Es el miedo a estar fuera de sitio. Lo que nos pasó a ti y a mí en secundaria cuando vinieron a hablarnos de Ricky, el perro y la mermelada y no sabíamos de qué leches nos estaban hablando.
Hubo una época en la que os hablé de que todo el mundo veía series, entre ellos yo, y ahí estábamos enganchados a ver lo que nos recomendaba el vecino. El hecho es que ahora ya no es que queramos ver series, ahora las tenemos que ver ya. Ahora. Una maratón. Doce horas seguidas. Que te sonden el ciruelo para no tener que moverte ni para ir al lavabo. Que te abran los párpados, te los aten a la piel y te pongas un gotero para que no se te seque la pupila. Pero que te puedas conectar a Twitter y puedas discutir con argumentos por qué la persecución de Leia en la serie de Obi-Wan es la mayor obra de humor involuntario que se haya generado en mucho tiempo.
Uno de los grandes generadores de estas situaciones son las redes sociales. Ya no es que tengas una red de contactos en las que inevitablemente alguno de ellos esté al día de todo. Es el hecho de que si quieres conectarte, debes ver la última serie de moda en el minuto cero o te comerás spoilers por doquier. Ya hace tiempo que escribí en este blog que el miedo a los spoilers había mandado más gente al cine que el estreno de Titanic. Hoy en día la cosa no está mejor. Si no ves esa nueva serie a tiempo, cuando entres en alguna red social, incluso en medios de postín, alguien habrá hecho una reseña o un comentario que te destripará ese capítulo. Los medios hablarán de esa serie como si todos la hubiesen visto ya, comentando sin pudor detalles de la trama. Si llega a pasar esto en la época gloriosa de las telenovelas venezolanas, te digo yo que mi abuela, que en paz descanse, habría montado La marea (ana)rosa y habría quemado la redacción de El País con todos sus modernillos dentro.
El problema de todo esto, a mi parecer, es que ya no se disfrutan ni las series ni los juegos ni las pelis ni los libros como es debido. Y lo digo yo como víctima de esta sensación. Hay tanto material a nuestra disposición, hay tanta abundancia de estímulos, que al final parece que estés consumiendo el producto con la idea de terminarlo para poder pasar al siguiente. Como si engulleras sin respirar los spaghettis porque sabes que de postre hay tiramisú. Que hay una cola de cosas a hacer, como si fuera una lista de tareas, que hay que marcar como hechas para sentirnos bien. Y hay que aprender a disfrutarlas tal cual las consumimos. Hay que reivindicar el ver las cosas sin prisa, jugar a juegos de hace tres años, ver series que ya han terminado todas sus temporadas, no pedir seis tapas sin haber comido las cuatro primeras, no pensar en el próximo viaje cuando aún no te has ido al primer destino. No nos dejemos consumir por el «FOMO». O «SEA«.
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Hay dos cosas importantes que se descubren cuando llega la paternidad: una es que el tiempo es oro, platino y todas las piedras preciosas juntas; y que existen una serie de personas que son influencers del mundo de la maternidad. Sí, quizá he exagerado con lo de que sean importantes, pero sí que es un mundo que ignoras – felizmente – hasta que eres padre. Tampoco es que lo haya descubierto yo, aquí la experta en darme temas de conversación – o de posts – es mi mujer. Resulta que hay un tipo de persona-influencer que han transformado el signficado de la maternidad por otro que han considerado llamar «generación de contenido».
«Hijo mío, naciste como contenido para redes sociales» es la frase que más temen los niños de ahora, no como cuando éramos pequeños que temíamos descubrir en algún momento que éramos adoptados o que nuestros rasgos pudieran parecerse sospechosamente a los del butanero. Hay una serie de niños hoy en día que son el principal sustento de sus padres y no al revés. Cualquier cosa que les pase es carne de vídeo, post, story o lo que haga falta; pero siempre adecuado a algún anuncio. Que se cae al suelo, anuncio de curar chichones; que se caga encima, pañales ultraabsorbentes; que pinta las paredes con rotuladores, anuncio de pintores del pueblo; que prende fuego a la casa, anuncio de preservativos. Y así.
Hubo un tiempo en el que los anuncios eran una imposición cuando querías entretenerte con algo. Por ejemplo, tú estabas viendo una película gratuitamente en la tele y a cambio de que fuera gratis, en mitad de algún climax te enchufaban un «volvemos en 5 minutos» y te aguantabas. Ahora se sigue haciendo, pero además, nos hemos convertido en consumidores directos de la publicidad. Ahora el contenido ES la publicidad. Yo a los influencers los veo como los hombres anuncio que aparecían en las pelis ochenteras, desnudos por dentro y con carteles gigantes colgando de los hombros que anuncian lo que haga falta. Cuando tu vida es un spot publicitario muy largo, ¿cómo haces para poder mantener el interés de las marcas? Pues teniendo perfiles de niños de todas las edades. Así que… ¡a follar!
Bueno, eso no lo enseñan. Solo enseñan el resultado, pero al fin y al cabo es lo que hacen. Es un misterio saber cómo consiguen fecundarse con siete niños con cámaras de vídeo en las manos, pero aún así consiguen anunciar el embarazo del octavo. Hay algunos padres influencers que han tenido que sacarse el carnet de autobusero para poder irse de vacaciones en familia. Era eso o hacer turnos. «Venga, este mes nos vamos de viaje los hijos pares; los impares os quedáis con vacaciones Santillana». Y claro, el conflicto no vende tanto en Instagram como para permitírselo. En Instagram todo es feliz. Así que se compran un autobús, qué remedio.
Así pues, estos padres tienen tantos hijos como perfiles publicitarios hay. Se queda embarazada tras la última cuarentena para poder mostrar productos pre-mamá, un bebé para los pañales, otro más mayorcito para juguetes de madera, otro un poco más para los productos de vuelta al cole… Y así sucesivamente. Lo raro es que no termine anunciándose el psicólogo del barrio.
De todas formas, los que se lo montan bien y ganan dinero pues al menos les llega para comprarse un casoplón con setenta habitaciones donde meter a toda su camada; ¿pero y los que se quedan en el camino, qué? Esos influencers-wannabe que se dedican a anunciar las migajas que dejan los influencers de verdad y siguen sus pasos embarazándose a cada pestañeo, ¿luego donde los meten? ¿Ponen camas en el techo de su piso de 60 metros cuadrados? ¿Entregan a los niños a beneficiencia? ¿Los intentan introducir de nuevo al sitio de donde vienen con resultados catastróficos? Es un misterio. Pero ahí siguen, intentándolo.
En definitiva, es el mundo en el que estamos ahora. Paparazzis de nuestras vidas, expositores constantes de anuncios que vemos por voluntad propia. Entretenimiento low-cost que parece que tenga la necesidad de repoblar el planeta.
P.D: Como cada año, aunque he publicado poquísimo este año, me gusta felicitaros la Navidad y desearos un año nuevo fantástico. Así que, dicho esto, os deseo que estéis teniendo unas maravillosas y felices fiestas y ¡ espero que tengáis un muy muy muy feliz 2022!
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Como todos sabréis, porque mi último post lleva ahí casi cinco meses y no ha habido novedades desde entonces, en diciembre fui padre. Mis temas de conversación son las cacas, mi galería del teléfono móvil son solo fotos de mi hija en poses muy similares entre ellas y mi tiempo libre se ha reducido a «qué bien, hoy he podido leer dos párrafos de este maravilloso libro». Afortunadamente, gracias a las bondades de este nuestro gobierno socialcomunista, disfruto de media jornada durante unos meses para poder cuidar de mi hija mientras mi mujer va a levantar el país trabajando a jornada completa. Aún así, para que os hagáis una idea, tengo la sensación de trabajar más que cuando solo me dedico a mi profesión durante ocho horas. Ahora que la niña duerme y tengo un rato de paz mental, me he dicho: ¡coño, que tengo un blog! ¡Habrá que poner algo! Y claro, ¿de qué voy a hablar? Pues de cacas, hijos míos, de cacas. Así que he planeado hacer un mini manual para cambiar pañales para todos aquello padres primerizos que no sepáis de qué va el rollo. Allá va.
Este post Manual de cambiar pañales para padres primerizos apareció primero en El mundo está loco.

Al final ha pasado. Llegó el 17 de diciembre de 2020 y, oh, nació mi primera hija. Qué callado me lo tenía por aquí, eh. Ni un solo post sobre la paternidad ni nada. La verdad es que me ha costado mucho este año parar a escribir y los posts han ido con cuenta gotas. ¿Sería el vértigo? ¿Sería la falta de inspiración? ¿Será el caimán? No sería por temas, para seros sinceros habría encontrado motivos para escribir a cientos. Pero oye, me estoy adaptando a la nueva vida, a trabajar desde casa y, vaya, a esto de ser padre.
Y mira por donde, en las primeras semanas de vida de mi hija, he encontrado un momento para contaros como es esto. Madre e hija duermen la siesta y papá ha decidido que dormir es de cobardes. Años de salir de fiesta y empalmar con el curro de verano del día siguiente debían de servir para algo. Era todo un entrenamiento para aguantar esas noches en las que el bebé, por lo que sea, porque tiene hambre, porque tiene gases, porque tiene caca, porque es un bebé; pues no quiere dormir.
He aprendido muchas cosas en estos meses de preparación, para seros sinceros. Si con la boda me hice un máster intensivo de wedding planner, con lo de ser padre he hecho otro de puericultura. He asimilado nuevos conceptos como lo de que exista la muselina, que hasta la fecha yo pensaba que era una especie de roedor: los ratones, las ardillas, las muselinas… O el masicosi, que parece el nombre de un helado: el masibon y el masicosi. Pero estas cosas existen, me he sorprendido a mí mismo usando la palabra polaina sin ningún tipo de ironía o hablando con propiedad con el señor de la tienda de bebés sobre como hacer más pequeño el capazo para que ocupe menos en el coche. Yo. Que me dabas un bebé en brazos hace diez años y lo soltaba gritando: «¡Ay, quitámelo, quitámelo!». Lo que son las cosas.
También hemos sufrido el llamado «síndrome del nido« que consiste en arreglar, limpiar, organizar, ordenar, limpiar otra vez, la casa como nunca te habías planteado hacer ante la inminente llegada del bebé. Que total, ella ni se entera. «Mira que bonito el vinilo que te hemos puesto en la habitación». Y la niña ni se inmuta. Como mucho se tira un pedo. «Mira que cortina más chula» Y la niña te echa un poco de leche materna por la comisura del labio. Es que cuando son tan pequeños son muy suyos. Aún así la niña ha conseguido que por fin desplazara el armario de la tele y organizara los cables, lo cual es un hito que ni ella misma sabe que ha conseguido. No hagáis nunca eso, no apartéis el armario y los cables de la tele. Os puede comer la bola de polvo que habita en su interior. Tened la aspiradora desenfundada.
Y luego está el tema de cambiar pañales. Lo llevo mejor de lo que pensaba, al menos por ahora antes de que lleguen los sólidos y con ellos los troncos. Me pensaba que me daría más asco, pero es una mezcla entre asco y risa. Porque da para muchas anécdotas. Muy típico de los bebés, por lo que he corroborado con otros padres, lo de tenerla limpia y soltar un chorro en ese justo instante que va desde que retiras el pañal viejo, limpias, secas y procedes a poner el nuevo. Cuando empieza a salir pipi a chorro o caca a borbotones, se paraliza el tiempo, gritas nooouuoouu y vuelves a empezar de nuevo. Es como un videojuego tipo Souls en el que tienes que volver a repetir una y otra vez hasta que te caga tu propia ropa y entonces ya es game over. Del orden de 3 a 4 pañales en cada cambio de pañal. La ruina era esto. Si aún no habéis sido padres solo os dejo una palabra clave que os hará la vida más feliz: comprad empapadores. Si queréis os lo repito en el siguiente párrafo en plan mensaje subliminal. Comprad empapadores.
Lo curioso de todo esto, es que ante cualquier experiencia de este tipo que podría ser desde un punto de vista escatológico, algo desagradable, te da lo mismo porque es tu hija. Al nacer la niña nos hicieron piel con piel en el hospital y estuvimos en un box durante horas esperando habitación – ¡que viva la pública, pero que pongan más recursos, cojona! – y nos daba exactamente igual porque esa era nuestra hija. Estaba ahí. Era real. De la nada – bueno, la nada, nada, no, pero nos entendemos – había surgido algo tangible. Un ser humano nuevo. Shh, eh, empapadores, compradlos. Y no miento si digo que es la sensación más increíble y la emoción más grande que haya podido tener en la vida. Los padres somos un poco exagerados cuando nos ponemos sentimentales, pero no había llorado de emoción así jamás. Y eso es lo más impagable de todo esto de ser padre.
P.D: Hasta aquí un pequeño resumen de las sensaciones que he tenido con la paternidad. La realidad es que con esto hay temas para parar un tren, igual que todos los que tengo pendientes de la boda y del viaje. Nunca había tenido tantos temas que salen prácticamente solos y menos momentos para sentarme y escribir. Espero poder seguir encontrando estos momentitos y escribir más posts. Sin más, os deseo que estéis teniendo unas muy felices fiestas y ¡que tengáis un muy muy muy feliz 2021!
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Si os acordáis del último post que escribí sobre anécdotas de la boda, os expliqué que hicimos una invitación atípica en vídeo. Un cortometraje algo desafortunado por el nombre – «El contagio» – que íbamos enseñando a nuestros amigos y familiares en tablets de casa en casa. Cuando se podía entrar, recordad que esto pasó en 2019, cuando socializar no te ponía en riesgo a ti y a tu familia. A pesar de la originalidad del vídeo, queríamos mostrar algo en papel para dejarlo de recuerdo y que indicara específicamente la fecha y la hora de la boda. Más que nada porque lo de hacer una boda con lugar y hora sorpresa nunca ha dado muy buenos resultados de crítica y público. Y ahí entró mi mujer y sus conocimientos bodiles resultado de investigar Pinterest a todas horas: descubrí el mundo del lacre y el lettering.
¿Por dónde empezar? Cualquiera de las dos cosas nos dieron dolores de cabeza. La idea consistía en guardar la portada del corto «El contagio» en un sobre lacrado. El sello de lacre serían nuestras iniciales sacadas de una web de estas de cosas cuquis, en letras cuquis, de las de vomitar purpurina al entrar. Y cada sobre llevaría el nombre de los invitados con, efectivamente, caligrafía cuqui llamada en el mundo del diseño «lettering». Empecemos con la parte del lacre, que parece sencilla. Parece. Si no nos complicáramos la vida de forma idiota, claro.
Encontramos una web que lo tenía todo para poder sellar con lacre. Es más, el ejemplo de sello de lacrado que tenían que nos gustaba usaba de ejemplo las iniciales de nuestros nombres. R y J. Fíjate tú qué casualidad. Nos habían diseñado el logo de la boda sin saberlo. Así que lo compramos todo allí, el sello, la pistola para lacrar y el… Bueno, el lacre no. Que parece caro. Vamos a dejarlo para una compra más adelante. Y seguramente, teniendo en cuenta que vivimos en Barcelona no será difícil encontrar alguna tienda que los venda. JA. JA. Y JA. Mentira todo. Cuando os digan que en una ciudad grande hay de todo, mentira. En internet hay de todo. En una ciudad no. Aunque eso sí, harás deporte en tu búsqueda.
Sí, aquello se convirtió en la búsqueda del tesoro. Acudimos a todas las tiendas posibles que vendieran, pues eso, cosas cuquis. Y no había manera. Tenían de todo, pero lacre no. Si no vimos en una tarde del orden de diez tiendas distintas por calles y calles del centro de la ciudad, no vimos ninguna. En algunas nos miraban con cara rara, nos escrutaban para ver si realmente habíamos nacido en esta época o veníamos de alguna máquina del tiempo de la era medieval. En otros lados encontrábamos lacre normal, de color rojo, con una vela incluida, pero necesitábamos de color oro o algún otro color que hubiese disponible. Recordad: mi mujer había visitado Pinterest. No hay vuelta atrás después de eso. No valía cualquier lacre.
Siete horas después, cuatro ampollas en los pies y tres litros de sudor empapando nuestra ropa decidimos desistir. Nos fuimos a casa atufando el metro y tomamos la decisión que debimos tomar en su momento al comprar la pistola de lacre: pedirlo en la misma web. Pagando por segunda vez, como auténticos idiotas, los gastos de envío con el agravante de haber pasado una tarde entera pateando la ciudad en busca de lacre. Moraleja: si te casas y puedes comprarlo todo de golpe, mejor así. Que luego todo son sorpresas. Eso sí, si os casáis lo de las dietas y el ejercicio también se lleva mucho así que si queréis pasearos para quemar calorías, allá vosotros.
Por si no fuera suficiente con hacer los 20 kilómetros marcha infructuosamente, decidimos pasar a tratar de hacer el famoso lettering en el sobre. Mi mujer se autoexcluyó de la posibilidad de escribir con caligrafía porque se declaró incapaz. Pero yo, que parece ser que soy el artista de la familia, debía hacerlo. Y además, no de cualquier manera, que lo iba a ver todo el mundo y la gente de Pinterest se lo curra mucho. Así que tenía que hacer lettering como los grandes profesionales. Me dijo que no era difícil, que había visto tutoriales en Youtube y que no tendría problemas, que yo soy un artistilla. Pero no me dijo toda la verdad: las habilidades artísticas nuevas no se aprenden en una tarde.
Ay, amigos. Cuando puse el tutorial de internet, lo primero en lo que me fijé es que en el lettering la gracia está en escribir la palabra completa sin levantar la mano del papel. Y hay una cosa que quizá no sabéis: yo soy zurdo. Y además zurdo de esos que ponen la mano rara por encima del papel que parece que estén escribiendo al revés y que, probablemente, desde el punto de vista de un observador externo, así lo hacemos. Así que mi primer intento haciendo lettering consistió en pintar el reverso de mi mano izquierda con rotulador del caro.

Afortunadamente, las pruebas de letra no las hicimos sobre los sobres bonitos donde iría la invitación. Porque los siguientes intentos no mejoraron la cosa. El tema es que la cantidad de horas que tenía que practicar para tener un resultado medio decente superaban con creces las horas que tenía disponibles. El vídeo me lo dejó claro. La muchacha del tutorial decía con su acento latino – un día tendré que investigar por qué todos los tutoriales de Youtube están realizados en latinoamérica, ¿quizá aquí no nos gusta enseñar gratis? – que para hacer lettering todo era cuestión de «bajo duro, subo suave» que así sacado fuera de contexto suena un poco porno. O igual soy yo que tengo el oído sucio. Después de explicar como iba – y que yo, en directo, viendo el vídeo, iba sufriendo para intentar sacar un resultado medianamente parecido – va y suelta: «Y poco a poco, practicando cada día, en unos tres meses podréis conseguir lo mismo que hago yo». Toma ya. Tracatá. Tres meses. Pues como tardara tres meses para prepararme para poner nombres en las invitaciones, ¡igual entregaba las invitaciones en una postal desde el viaje de novios!
Por supuesto, en ese momento desistí y decidí, mientras mi mujer se tiraba de los pelos porque íbamos a entregar unas invitaciones indignas, que tenía que hacer algo que se me diese bien. ¿Qué se me da bien? Pues la informática, para que nos vamos a engañar. Así que preparé la impresora, busqué una fuente bonita en dafont y a base de Word, de medir bien los sobres y de colocarlo todo en orden, salieron unas invitaciones decentes. No había lettering, pero no sería por el trabajazo que nos llevó. Y luego alguien me preguntaba que por qué no escribía. Ay, santa inocencia…

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Desde hace unos meses estamos en la llamada «nueva normalidad». Viene a ser algo muy parecido a lo que antes conocíamos como «normalidad» con la diferencia de que vamos todo el día con una mascarilla y nos hacen tener remordimientos, continuamente, si vamos a visitar a nuestra familia. En estos tiempos hemos aprendido que existen distintos tipos de mascarilla – si me llegan a preguntar hace un año por las FFP2 habría pensado que es algún curso puente entre formación profesional y la universidad – y sobre todo, y muy importante, a colocarnos una. ¿Sí? ¿Seguro?
Lo que, a priori, parecía una tarea fácil y sencilla, ha resultado no serlo tanto. Las instrucciones dejan lugar a pocas dudas: con la mascarilla has de tapar nariz y boca para evitar que el aire que exhalas vaya a parar a las vías respiratorias de los demás y también para que el aire exterior se filtre un poco antes de llegar a las tuyas. Pero a la vista de los acontecimientos, y a lo que nos solemos encontrar por la calle, han surgido maneras creativas de colocarse la mascarilla que, digamos, no parece que vayan a servir para el propósito con el que fueron creadas. Acompañadme en este paseo por el «nuevo costumbrismo«.

Barbilla: Lugar adecuado para ponerse la mascarilla si tienes branquias. La evolución de la especie humana ha tenido algunos saltos y hay personas que en vez de respirar por la nariz o la boca, lo hacen por el cuello. Desgraciadamente no han hecho mascarillas especiales que lo tapen todo, por si acaso, pero hay unos ciudadanos que han preferido salvaguardar sus branquias antes que la nariz. Es la posición preferida para los fumadores, que algunos han decidido que su salud les preocupa lo suficiente para comprarse una mascarilla de 7 euros; pero no tanto a largo plazo como para dejar de fumar.

Nariz por fuera: Hay memes que ves por internet que una vez vistos, no puedes «desver» (permitidme esta traducción imposible del «unsee» en inglés). Uno de ellos es el que equipara el dejarse la nariz por fuera de la mascarilla, solo la nariz, con ponerse unos calzoncillos y dejarse la polla por fuera. Cada vez que veo a alguien por la calle con la nariz fuera de la mascarilla, me lo imagino con la polla saliendo del pantalón, cual pájaro de cuco dando la hora. Ni que decir, que el efecto de la mascarilla se pierde por mucho tapón de moco que tengas en la pituitaria.

Diadema: Esta es la opción para aquellos a los que les preocupa más que no les moleste el flequillo en los ojos que la salud pública. Como con la mascarilla puesta no puedes soplar hacia arriba y apartar esos molestos pelos de tu vista, siempre te la puedes subir hacia arriba y dejar la frente despejada. La frente y todas tus vías respiratorias, claro.

Codera o muñequera: Ideal si vas en moto y quieres que en caso de caída se salve el codo de un posible contagio con el suelo. Si la llevas de muñequera procura no ponértela en el brazo donde llevas el reloj porque además de no cuidar de tus pulmones, tampoco sabrás a qué hora ha pasado. Eso sí, puede evitar que se te llene el reloj de roña o que le contestes a alguien con la frase «son las carne y hueso a punto del pellejo» que está muy manido. Ahora con decir que son «las mascarilla en punto» te modernizas.

Antifaz: Útil si quieres dormir en el avión, inútil si quieres salvarte del contagio. Tengo serias dudas que una mascarilla quirúrgica, de todas formas, sea capaz de evitar que la luz llegue a tus ojos con la misma capacidad con la que no deja que tus gotículas de saliva salten a los demás pasajeros. Si ya quieres alcanzar el súmum del «todo mal«, puedes ponerte el antifaz de dormir en la boca y la mascarilla de patito en tus ojos. Te tomarán por caracono o algún tipo de excéntrico de alto nivel, pero ya se sabe que antes muerto que sencillo.

Pendiente: ¿Quién quiere piercings hoy en día? ¡Eso ya está desfasado! Lo que se lleva ahora es una buena mascarilla quirúrgica colgando de tu oreja. Si tienes branquias, lo malo que tiene, es que solo te taparía una. Por el tímpano no se conocen aún casos de contagio, pero aún así podrías salvarte por un solo lado. Es importante que si quieres salvar tus oídos de traerte el virus, debes ponerte una mascarilla a cada lado y así parecerías una flamenca sanitaria. «La FFPrruquita2», por ejemplo.

Ropa interior: Esto ya es nivel extremo. Sobre todo si eres de los que se deja la nariz por fuera, en cuyo caso esto llevaría el meme a la realidad con graves consecuencias para los ojos de los demás. También es una manera de ir a la playa de forma segura y a la vez sexy. Te quedarán menos marcas que con un tanga, muy probablemente. Si vas a ir con pantalones por encima, siempre te puedes poner la parte de tela en el culo y así es probable que tus pedos no salgan al exterior. Te lo agradecerán tus compañeros de ascensor.
Desde El mundo está loco, no obstante, recomendamos encarecidamente a los ciudadanos de a pie que se pongan la mascarilla de la forma correcta. Con el alambrito hacia arriba, la parte azul hacia afuera y tapando la boca y la nariz. Si todos la llevamos correctamente, las probabilidades de contagio bajan y esperamos que pronto podamos llevar una vida «anteriormente conocida como normal» y no esta «nueva normalidad«. Cuidaos mucho.
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